jueves, 31 de marzo de 2011

Historias del viejo caserón

Un cono de luz barría las estancias proyectando óvalos amarillentos sobre las paredes agrisadas. Todo estaba en silencio, lo único que escuchaban era el eco de sus pisadas. Caminaban en fila temerosos, notando el pálpito del corazón acelerado, respirando el miedo que envolvía a todos los que se aventuraban en el viejo caserón.

Era una luminosa tarde de principios de primavera. Cuatro chicos, traviesos como todos los chicos, se colaban corriendo entre la oxidada cancela. Saltando ágiles como gamos entre la maleza de los abandonados jardines, ascendieron en tropel las escaleras que llevaban a la puerta de la casa. Allí, aprovechándose de su pequeño tamaño, se introdujeron como lagartijas por el roto de la puerta. El interior estaba a oscuras, las ventanas habían sido tapiadas. Apresurados e inquietos se levantaron sacudiéndose los pantalones al tiempo que encendían la única linterna. Su luz temblorosa les fue mostrando un interior vacío, mientras afuera las nubes se cerraban sobre la casa. El día, repentinamente, se convertía en noche.

La luz barrió de izquierda a derecha la negrura del vestíbulo descubriendo frente a ellos una gran escalera que se abría en el primer descanso hacia ambos lados antes de desaparecer. Decidieron dejar la parte de arriba para más tarde e iniciaron el reconocimiento de la planta baja. A su derecha una entrada amplia, que carecía de puertas, daba acceso al salón. No había nada. Cuatro paredes ennegrecidas por la humedad, grandes ventanales cubiertos de ladrillos y una chimenea. Alguno habló de salir ya de allí, y el eco de su voz se extendió rebotando por todos los rincones de la casa. Pero sus compañeros no le hicieron caso y le llamaron gallina, aunque a ellos también les temblaban las piernas. Todas las estancias estaban vacías, no había muebles, se lo habían llevado todo, hasta las puertas. Seguramente se lo habían llevado para venderlo, o para hacer hogueras con las que calentarse en invierno. Era habitual que individuos extraños merodearan o buscaran cobijo en su interior, pero nunca pasaban allí mucho tiempo, normalmente llegaban a la tarde y al día siguiente ya no estaban, debían marcharse de madrugada, viajeros.

No esperaban encontrarse tanto vacío, no había más que cristales rotos, paredes ahumadas y silencio. Un silencio roto por cuatro respiraciones agitadas. No se demoraron, tenían prisa por salir y contar a sus amigos la hazaña, les quedaba una planta. Subieron por la doble escalera. Agarrados al pasamanos la ascendieron lentamente tanteando con los pies los crujientes peldaños de madera, así llegaron a un pasillo en el que la luz se abría paso entre las contraventanas de ambos extremos dejando todo envuelto en penumbras. Cuando sus ojos se acostumbraron, se sorprendieron al vislumbrar en un extremo la única habitación que parecía conservar una puerta. Se acercaron. Estaba cerrada. Al girar el pomo no les hizo falta empujar, se abatió hacia el interior invitándoles a entrar. La linterna iluminó una estancia limpia que descubría en su recorrido los únicos muebles de la casa: un caballo de madera, un armario, una cama impecablemente hecha, una mesita en la que se veía una pequeña lámpara, un portarretratos con la foto de un niño y una niña, una librería con sus correspondientes libros, y en la esquina opuesta, un pupitre y una pizarra. Al fin algo que curiosear. Abrieron las puertas del armario llenas de anticuadas ropas de niño, y el que portaba la linterna posó su vista en la pizarra del fondo. Fue justo antes de que la luz se extinguiera y quedaran totalmente a oscuras al tiempo que la puerta de la habitación se cerraba de golpe. Lo último que vieron sus ojos fue aquella pizarra en la que estaban escritos sus nombres.

1 comentario:

  1. En este caso el dicho de "la curiosidad mató al gato"va que ni pintao.
    Salud y gracias por tu visita.

    ResponderEliminar

Tus comentarios enriquecen este blog. Gracias.

Otras cosas

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...