A cada paso que doy se materializa ante mi. Entre las sombras de los sauces ya se vislumbra el viejo caserón. Su muro de verjas oxidadas me guia por el camino hasta la entrada y desde la puerta entreabierta, trabada por las malas hierbas, veo el pasillo enlosado dibujando el pequeño recorrido hasta aquella casa en la que todo es recuerdo de tiempos mejores. Sus dos plantas se alzan con el orgullo olvidado del anciano cansado, y las hiedras pintan de verde paredes guardianas de sucesos tristes. Dicen del viejo caserón que cuando el viento sopla se oyen las risas de los niños que jugaban hace años en aquellos jardines ahora tan difíciles de imaginar. Hoy, al pasar junto a la puerta de hierro he visto una niña junto al columpio que cuelga del roble, es el único sitio donde no crece la hierba. Empujaba a un amigo imaginario y se reía mientras el endeble asiento de madera, corrompido de la edad y la humedad, se mecía adelante y atrás. No pude evitar la curiosidad y atravesé la puerta.
-¡Hola! ¿Estás sola?- pregunté. La niña tendría ocho años, aunque es difícil saberlo. Era menuda, delgada, blancucha, de ojos vivarachos, y llevaba su pelo recogido en dos moños que se alzaban como dos antenas desde detrás de sus orejas; vestía un vestido verde con bordados y una rebequita del mismo color, las sandalias y las medias iban a juego.
-Sí, mis papás se han ido, hace mucho tiempo que se fueron. Yo estoy aquí jugando con mi hermano- contestó la niña de cara pálida como la luna.
Entonces me di cuenta, el columpio se movía, pero ella no lo tocaba, era como si sus manos impulsaran una espalda invisible.
-¡Ah, es un truco! seguro que lo mueve el viento- me salieron las palabras sin convicción mientras esperaba la evidente respuesta.
-No, no es un truco ¿no ves que no hay viento?-
Y levanté la mirada, y la posé en las ramas de los árboles a sabiendas de que era verdad, no había viento; y sin tiempo para contestar volví la vista al columpio, que ya no se movía porque la niña había desaparecido como desaparecen los fantasmas.
-¡Hola! ¿Estás sola?- pregunté. La niña tendría ocho años, aunque es difícil saberlo. Era menuda, delgada, blancucha, de ojos vivarachos, y llevaba su pelo recogido en dos moños que se alzaban como dos antenas desde detrás de sus orejas; vestía un vestido verde con bordados y una rebequita del mismo color, las sandalias y las medias iban a juego.
-Sí, mis papás se han ido, hace mucho tiempo que se fueron. Yo estoy aquí jugando con mi hermano- contestó la niña de cara pálida como la luna.
Entonces me di cuenta, el columpio se movía, pero ella no lo tocaba, era como si sus manos impulsaran una espalda invisible.
-¡Ah, es un truco! seguro que lo mueve el viento- me salieron las palabras sin convicción mientras esperaba la evidente respuesta.
-No, no es un truco ¿no ves que no hay viento?-
Y levanté la mirada, y la posé en las ramas de los árboles a sabiendas de que era verdad, no había viento; y sin tiempo para contestar volví la vista al columpio, que ya no se movía porque la niña había desaparecido como desaparecen los fantasmas.
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