Era la noche de difuntos, había salido de casa como siempre sin rumbo fijo, dejando que fueran sus pies los que elijieran el camino y variando el destino de sus pasos en función de las ráfagas de viento y de la lluvia. Escuchando el eco de sus pasos, y el correr del agua calle abajo, se alejó de los espacios abiertos para discurrir entre aquel laberinto de estrechos callejones que le ofrecían abrigo. La noche era desapacible, de malos augurios, oscura, fría, ventosa y solitaria. No se veía un alma pero no estaba solo y para su desgracia tampoco sordo. Se detuvo para escuchar el sonido del viento, al principio dudó, sonaba extraño, pero no, no era el viento, eran quejidos, gemidos, lamentos... aguzó los oídos y como un sabueso trató , al principio en vano, de encontrar a las víctimas de aquél sufrimiento. Dio la vuelta a la esquina. Nada. Volvió sobre sus pasos, escuchó de nuevo el sonido amortiguado por la lluvia y permaneció quieto, esperando. Reparó en la casa en ruinas que estaba frente a él y en el muro de ladrillo que tapiaba lo que un día debió ser la entrada, se aproximo en silencio y pegó la oreja a la pared húmeda y fría, fuera lo que fuera estaba ahí adentro, los gritos sonaban lejanos, hirientes como voces de ultratumba, gargantas desgarradas suplicaban que alguien les sacase de allí. Y allí estaba él, solo, empapado, tiritando de frío y de miedo... aún así se dejó las uñas para abrir una puerta que mejor hubiese quedado cerrada para siempre.
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